eduardo punset
El perro de Punset
Al darle de comer a mi perra Pastora, siempre ocurría algo que nunca acababa de entender. En cuanto me dirigía a la terraza a la hora de la comida para recoger su plato, Pastora iniciaba una danza alucinante fruto de la alegría y la felicidad que la embargaban súbitamente. No sólo movía la cola sin parar, sino que saltaba, literalmente, a mi alrededor, interponiéndose en el camino a la cocina donde guardaba los cereales. No servía de nada decirle, cariñosamente: «¡Cálmate, Pastorita, que no me dejas andar!». Cuando conseguía llegar a la cocina para sacar de la bolsa dos puñados de cereales con algo de jamón de York se tranquilizaba momentáneamente, contemplando la operación sentada junto a la puerta. Si para hacerla rabiar un poco tardaba más de la cuenta, soltaba un solo ladrido de advertencia.
En cuanto iniciaba, con el plato lleno en la mano, el camino de regreso a la terraza donde comía, recomenzaba el festival de saltos y vueltas a mi alrededor. Pero en cuanto yo depositaba el plato en el suelo se transformaba en otro animal: dejaba de saltar, casi pausadamente ponía el hocico en el plato para constatar que no me había olvidado el trozo de jamón entre tanto pienso; dejaba de mover la cola y, sorprendentemente, al margen de si terminaba o no su comida, había perdido la emoción que la invadía unos instantes antes. ¿Cómo era posible que le emocionara más la inminencia de la comida que la propia comida? El poco -o nulo – tiempo que dedicaba a degustar lo que tanto había ansiado acrecentaba mi inquietud. «Será por la pobreza de sus células gustativas, en comparación con las olfativas», me decía para explicarme el misterio.
Años después aprendí que en el hipotálamo de su cerebro y en el de los humanos esta lo que los científicos llaman el circuito de la búsqueda. Este circuito, que alerta los resortes de placer y de felicidad, sólo se enciende durante la búsqueda del
alimento y no -al contrario de lo que cabría esperar- durante el propio acto de comer. En la búsqueda, en la expectativa, radica la mayor parte de la felicidad. Las imperfecciones del sistema de pronostico afectivo a las que se refiere el profesor Daniel Gilbert, de la Universidad de Harvard, y los desfases entre la utopía y la realidad a los que se refiere el neurólogo Semir Zeki ya se encargan, posteriormente, de apagar el éxtasis del circuito de la búsqueda.
Se ha estimado, gracias a estudios recientes del ADN de los perros, que estos animales han convivido con los humanos desde hace unos cien mil anos. Se trata de un periodo suficientemente prolongado, incluso desde la perspectiva del tiempo geológico, para que el homínido -provisto de un hipotálamo casi idéntico que el de su mejor amigo- hubiera podido extraer conclusiones útiles para su propia vida emocional, en lugar de seguir preguntándose, como ocurre ahora mismo, porque la expectativa de un encuentro sexual o de un nuevo trabajo muy deseado supera con creces la felicidad del propio acontecimiento. En todo caso, no parece arriesgado sugerir que las personas condicionadas por el refrán popular de «aquí te pillo yaqui te mato» pierden gran parte de la felicidad, que mora en el circuito de la búsqueda. En suma, la felicidad esta escondida en la sala de espera de la felicidad.
El viaje a la felicidad
Eduardo Punset
Nota del blog: en este desfase entre la emoción de la búsqueda y el pronto aburrimiento del encuentro está implicado un neurotransmisor llamado: dopamina. No se olviden de él…


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